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sábado, 21 de julio de 2012

Capítulo 1:


Fuego. Había fuego por todas partes.
Sentía como el humo hacía que me costase cada vez más respirar y comenzaba a toser convulsivamente.
Las llamas me tenían acorralada contra aquella pared chamuscada, sin posibilidad de huir.
Me había acurrucado allí con la esperanza de que el fuego no me alcanzara, pero este parecía no tener contención posible.
Tenía las manos manchadas de sangre, debido a que me había cortado con un trozo de vidrio, al tropezar, mientras corría por las escaleras de la casa. Sentía como las puntas de los dedos me hormigueaban.
Intentaba serenarme como fuera, pero el círculo de llamas se iba acercando peligrosamente hacia mí.
En un estúpido impulso me pegué más contra la pared, sintiendo como las articulaciones me crujían. Comencé a gimotear, aunque las lágrimas no parecían poder salir de mis ojos, dado que en cuanto parecían hacerlo eran evaporadas por aquel agobiante calor. 
Tosí ruidosamente y volví a pedir auxilio, pero nadie respondía. Ni siquiera recordaba como había iniciado aquel desastre. Un instante antes estaba en mi habitación, haciendo mis deberes y de pronto Cheshire, mi gato, había saltado sobre mi tarea, arañándola y destrozándola. Me había enfurecido tanto que le había derribado de una patada y había roto la página sobre la que este saltó en mil trocitos diminutos. Lo siguiente que sentí fue desconcierto, mis libros comenzaron a arder y el fuego se propagó de manera inexplicable por toda la habitación como una rápida onda expansiva.
- ¡Mamá! – bramé, muerta de miedo.
De pronto, sentí como las llamas lamían mi piel y chillé.
Chillé a más no poder. El dolor era insoportable.
Pegué lo más que pude la pierna a mi cuerpo  y sentí como el dolor aumentaba, me mordí el labio, haciéndolo sangrar, intentando no volver a gritar.
Quise tocar la herida, pero solo intentarlo dolía como mil demonios.
De repente, la puerta se abrió.
Por ella entraba un muchacho pequeño y enjuto, con cabellos castaños y los ojos azules.
Las llamas se extendieron veloces hacia él.
Aterrada, concebí como mis ojos no podían dejar de contemplar la expresión de terror que recorrió sus facciones, mientras el fuego lo envolvía. 
- ¡Harry! ¡¡¡Noooo!!! 
Me desperté gritando a pleno pulmón.
Respiré, agobiada, como tantas otras veces. Con el sudor pegado a mi frente como una capa pegajosa.
¿Por qué parecía tan real? ¿Por qué siempre el mismo sueño?
Agarré con fuerza las mantas y apreté los dientes, con furia. Nunca tendría una noche en paz.
Miré, asustada, la cama que había a mi derecha. En ella yacía un muchacho de doce años, vestido con una vieja camiseta de los Ángeles Lakers, que le llegaba hasta las rodillas.
Respiré aliviada. Harry seguía durmiendo, no le había despertado.  Por suerte, dormía tan profundamente como un lirón.
Me recosté contra el blando colchón de mi cama e intenté volver a dormir.

- ¿Ha vuelto la pesadilla?
Casandra me miraba con un brillo preocupado en los ojos.
Casandra era nuestra nueva madre de acogida, aunque a tener en cuenta, era más bien como una madre adoptiva, ya que llevábamos casi cuatro años vivendo con ella y de las tres familias en las que habíamos estado, la de ella era  la que nos había cogido más cariño a mi hermano y a mí.
Llevábamos tres años cambiando de hogar continuamente, cuando nos encontró Casandra. Recordaba aquel día con demasiada claridad.
Harry y yo habíamos estado jugando con una pequeña pelotita de ping pong, lanzándola contra una pared y cogiéndola, durante algo así como tres horas. Lo cierto era que ninguno de los dos estaba de humor como para hacer nada más. 
Nuestra familia de acogida, una pareja de hippies, que no habían hecho más que inculcarnos una arraigada conciencia naturalista, nos había devuelto al orfanato dos días atrás y ambos nos sentíamos desalentados; a estas alturas ya nadie querría acoger ni mucho menos adoptar a dos niños casi adolescentes. No obstante aquella joven pareja no me había disgustado, al menos no se metían en mis asuntos si yo no me metía en los suyos y ella le había cogido especial cariño a Harry… tanto que habían decidido que querían adoptarle. El problema, era que solamente querían adoptarle a él.
Lo que realmente me había gustado de vivir con ellos, había sido las tardes que pasaba, tumbada contra el tronco de una palmera, rodeada de las plantas que cultivaba Jane (mi anterior “madre” de acogida) para su uso personal, leyendo tranquilamente cualquier libro que hubiera decidido comprarme. Aquellos momentos resultarían inolvidables para mí.
Con aquellos recuerdos me encontraba fantaseando, cuando de pronto llamaron a nuestra puerta y allí estaba. Vestida con un simple vestido a rayas blancas y azules, de estilo marinero y un pañuelo rojo de seda atado al cuello.
 << ¿Tú eres Dana, verdad? >> - había preguntado con un certeza inquebrantable.
<< Sí… >> - había respondido, demasiado confusa para preguntarle a ella por su nombre.
Lo que realmente me había gustado de ella fue que al responderle, había sonreído, como si aquello fuera la mejor noticia del mundo. Ni siquiera pude contenerme de devolverle la sonrisa.
- Nunca se ha ido. – dije malhumorada.
- Ay, corazón, cuanto lo siento.
Sentía el alma por los suelos. Llevaba teniendo la misma pesadilla desde hacía cuatro años. Siempre aquella casa, rodeada por el fuego y de pronto aparecía Harry, y era tal la desesperación que me entraba que acababa despertándome.
Según Casandra, podía ser algún tipo de trauma emocional que estaba intentando reprimir, pero eso solamente era en teoría.
- No es por tu culpa, creo que hasta hacía poco había empezado a acostumbrarme a ella, no sé por qué ayer me asusté tanto. Fue… casi como la primera vez que la tuve.
Vi en los ojos de Casandra dolor, como si llevara una carga muy pesada encima. Sospechaba que pronto nos daría tarjeta roja a mi hermano y a mí y nos diría que lo sentía mucho, pero que dos hijos eran mucho para ella y su marido Jonás.
Casandra tenía el pelo de un bonito color castaño claro, los pómulos puntiagudos y la piel marfileña, casi albina.
Los ojos de un marrón oscuro, que asemejaban el tronco de un árbol añejo.
Era una mujer alta y delgada, de delicadas curvas y suaves rasgos.
- ¿Dónde está Jonás? – pregunté, para romper el hielo.
- Oh, se ha ido a trabajar un rato antes, porque hoy era la presentación de su nuevo trabajo.
Jonás era un hombre fornido de pelo negro azabache y los ojos marrones claros, que chocaban al contrastarlos con su piel morena.
Él era arquitecto y trabajaba demasiado, para el gusto de Casandra, que solía reñirle por llegar a altas horas de la noche con ojeras y pinta de estar a medio camino de convertirse en un zombi.  Casandra, por otro lado, era escritora.
- Buenos días. – sonó una voz amodorrada detrás de mí.
Me dirigí a él con una gran sonrisa.
- Hola, dormilón.
Harry sonrió con esa picardía tan suya.
Se acomodó en la silla continua a la mía y comenzó a triturar, más que masticar, sus cereales.
- No comas tan rápido, te atragantarás. – susurró Casandra.
- Ojalá me atragantara. – dijo Harry, con un teatral tono horrorizado, mientras sus grandes ojos azules se abrían desmesuradamente.
No pude reprimir una risotada.
Casandra me miró sin comprender.
- Hoy es lunes. – le dije, mientras intentaba controlar la risa.
- Ay, esta juventud, – sonrió Casandra – cada vez os estáis volviendo más ariscos al instituto.
Harry rió, con su siempre jovial risa cantarina.
- Dana es la que se vuelve arisca, a mí simplemente me molesta tener que levantarme temprano.
- Serás embustero, tú eres el que va de camino a la parada como alma que lleva el diablo.
- De eso nada hermanita. – dijo sonriendo de oreja a oreja.
- Vamos, a terminar el desayuno que sino vais a perder el bus. – Ordenó Casandra -  Por cierto Dana, Simon me ha dicho que te viene a buscar para ir juntos hasta la parada.
- ¿Si?
El día ya no parecía tan desagradable.
- Jajaja, Dana, si vieras tu cara. ¿Vas a irte con Simon el friki? – canturreó, divertido, Harry.
- Tú a callar. – lo dije suavemente, casi nunca peleábamos en serio, a pesar de que nos chinchábamos mutuamente.
Dejé mi plato en el fregadero y me dirigí a la habitación con paso firme.
Me vestí rápidamente (bueno, todo lo rápido que podía, ya que para vestirme era lenta por costumbre), cuando oí que llamaban al timbre.
Me cepillé el pelo rápidamente, con movimientos enérgicos. Por un moemnto, me pregunté con incredulidad, si aquello era lo que sentían las gallinas al ser desplumadas.
Rápidamente, recorrí el pequeño apartamento y conseguí a abrir la puerta.
Frente a mí había un chico alto, algo desgarbado y delgado. Tenía el cabello de color castaño oscuro, con algunos reflejos en una curiosa tonalidad más clara, que terminaba en diminutos zarcillos que se le rizaban al final de la cabellera, justo a la altura de la nuca, a pesar de que el resto de esta fuera completamente lacia. Usaba unas gafas de color negro, cuadradas, que destacaban sus ojos de iris marrones, adornados con unas pestañas tan largas, de esas a las que los chicos no les daban importancia y que las chicas matarían por tenerlas,   que no sabría decir cómo era que no se le enredaban entre sí. Tenía las mejillas coloradas, debido al fresco aire que circulaba por la mañana y la mirada somnolienta.
Vestía con una chaqueta negra, con el signo de Blink-182, su grupo favorito; y llevaba, como siempre,  unos tejanos desgastados. 
- Hola Simon. - saludé alegremente.